Casi rozando la entrada a Barcelona, hubiese dado la vuelta con el coche y sin dudarlo me hubiese metido otros 400 Km. para volver a verla. La Provenza es un pastel, una nube cumulonimbo y un sol de media tarde. Es una región que te aporta calma, serenidad y una paz interior que te llena de energía. Parece aburrido, pero no, no lo es: sus mercados harán que disfrutes como una enana probando diferentes quesos, bastante variedad de embutidos e incluso su típica miel. Y los colores cálidos, aunque atrevidos de las fachadas haciendo juego con los porticones de madera no te dejarán indiferente. Pero... no quiero adelantaros más, quiero explicaros mi historia:
Llegamos a Sarrians un viernes por la tarde, cuando la luz del sol aun no nos había abandonado. Estábamos cansados porque habíamos hecho una pequeña parada en Nimes. Esta ciudad me dejó realmente impresionada, me la imaginaba oscura, con poca gracia; pero los colores pasteles y la blancura de sus edificios le daban una viveza extraordinaria. Hicimos un mini recorrido turístico a pie arrastrando a Amélie, nuestra pequeña de 2 añitos, intentando que siguiese nuestro paso, pero aun se distrae con cualquier cosa, así que con la tontería tardamos 2 horas en realizarlo!
Llegamos a Sarrians un viernes por la tarde, cuando la luz del sol aun no nos había abandonado. Estábamos cansados porque habíamos hecho una pequeña parada en Nimes. Esta ciudad me dejó realmente impresionada, me la imaginaba oscura, con poca gracia; pero los colores pasteles y la blancura de sus edificios le daban una viveza extraordinaria. Hicimos un mini recorrido turístico a pie arrastrando a Amélie, nuestra pequeña de 2 añitos, intentando que siguiese nuestro paso, pero aun se distrae con cualquier cosa, así que con la tontería tardamos 2 horas en realizarlo!
Justo antes de llegar a Sarrians encontramos nuestro pequeño escondite. Se llamaTerre des Anges: un bed&breakfast (chambres d'hôtes, en francés) de lo más acogedor, situado en una pradera infinita. Tocamos al timbre y mientras esperábamos que Magali, la propietaria, nos abriese, no pudimos vencer la tentación de curiosear a través de la verja el jardín de la casa. La entrada al recinto ya inspiraba un aire provenzal que invitaba a entrar... y finalmente entramos.
En la parte delantera destacaban dos columpios blancos colgados de la rama de un gran árbol (que en cuanto pude, probé), una cama blanca con dosel que moraba sobre un manto de césped verde y, en el límite del edén, un riachuelo de agua tan cristalina que Amélie pensó que era para remojarse los pies. Me quedé tan hechizada que olvidé ayudar a Luis cargar con las maletas! Magali nos acompañó hasta nuestra habitación “Gabriel”, situada en la primera planta de una casita anexa a la casa principal donde vivían los propietarios. Como íbamos a ser los únicos huéspedes alojados durante todo el fin de semana, hicimos de la casita nuestra propia gîte. Habían tenido mucho gusto al decorarla: los muebles decapados, las paredes de piedra blanquecina y la lavanda seca que adornaba algún que otro rincón transmitían mucha calidez y te hacían sentir como en casa. Toda la planta baja era un salón-comedor, donde degustábamos el rico y abundante desayuno que Magali nos preparaba cada mañana con productos típicos de la región. La verdad es que nos pusimos las botas con la fruta de temporada, el embutido, los quesos, el pan artesanal, la bollería... tenían un gusto exquisito y hasta la leche sabía a Provenza!
Una vez nos medio-acomodamos (Amélie no tiene espera), seguimos el recorrido exterior. Detrás de la casa tenían un caballo, un caballo tímido porque por más que le llamábamos y le ofrecíamos hierva para comer, no quiso acercarse a nosotros. Solo hablaba con sus vecinas, las gallinas. Desde entonces, Amélie, cada noche antes de irse a dormir, miraba a través de la ventana para observar al caballito. No le hablaba, solo le observaba... Una noche vimos a Clara, la hija de Magali, que ya había hecho buenas migas con Amélie, meter las gallinas en su corral con una dulzura enternecedora.
La noche ya había caído y aprovechamos que nuestro retoño ya dormía profundamente para relajarnos.
Después... silencio.
La primera luz del día empezó a colarse en la habitación. Amélie y Luis dormían plácidamente, pero yo ya empezaba a darle vueltas al coco... y no conseguía volver a dormir. Hace meses que estoy tensa y es casi imposible que mi mente se quede en blanco y permanezca relajada. Así que intenté levantarme sigilosamente para que no se despertaran y me fui directa a la ducha, a ver si así lograba distraerme. De lejos, ya oía a Magali colocar los platos para el desayuno. Eran las 8.
El motivo de nuestro viaje a la Provenza era visitar el Mercado de las Fresas en Carpentras (otro de mis caprichos de viajante) y hoy iba a hacerse realidad! Me encanta hacer estas pequeñas escapadas porque nos ayudan a huir del estrés de la ciudad y de la vida profesional que nos conduce por un río de monotonía sin afluentes. Así que ansiosa por ver cosas nuevas, desperté a mis dos angelitos, desayunamos y nos fuimos directos a Carpentras.
Le village de Carpentras nos daba la bienvenida con un aire fuerte y frío. Aparcamos el coche en el centre ville y seguimos el rastro de los visitantes hasta llegar a la Plaza Central (donde se encuentra la Mairie de Carpentras). Me quedé un poco parada, porque me imaginaba un mercado enorme, lleno de puestecitos y con infinidad de productos elaborados con la fresa; pero solo rodeaban al ayuntamiento cuatro tenderetes con escasa variedad. Qué decepción! Desolada, Luis me cogió de la mano y nos sentó a Amélie y a mí ahí, donde el único rayo de sol alumbraba la plaza, con la poca esperanza que surgiera la magia y convirtiese al soso mercado en un espectáculo.
Ahora que el viento había calmado su ira y los rayitos de sol se acumulaban en la plaza, las cestitas repletas de rojas fresas empezaban a darle un toque de color alegre al ambiente. Cerca nuestro rondaba un señor apuesto, pero feo, rodeado de periodistas y gente llana. Nos preguntábamos quién sería. Parecía que la fiesta se iba animando.... La gente ya compraba sus primeras fresas pero yo aun no había elegido la que iba a ser mi cesta. Me asombra la delicadeza de los franceses: cada una de ellas parecía que llevaba el mismo número de fresas y que las habían colocado estratégicamente para que quedasen visualmente atractivas. Juzgad vosotros mismos....
La noche ya había caído y aprovechamos que nuestro retoño ya dormía profundamente para relajarnos.
Después... silencio.
La primera luz del día empezó a colarse en la habitación. Amélie y Luis dormían plácidamente, pero yo ya empezaba a darle vueltas al coco... y no conseguía volver a dormir. Hace meses que estoy tensa y es casi imposible que mi mente se quede en blanco y permanezca relajada. Así que intenté levantarme sigilosamente para que no se despertaran y me fui directa a la ducha, a ver si así lograba distraerme. De lejos, ya oía a Magali colocar los platos para el desayuno. Eran las 8.
El motivo de nuestro viaje a la Provenza era visitar el Mercado de las Fresas en Carpentras (otro de mis caprichos de viajante) y hoy iba a hacerse realidad! Me encanta hacer estas pequeñas escapadas porque nos ayudan a huir del estrés de la ciudad y de la vida profesional que nos conduce por un río de monotonía sin afluentes. Así que ansiosa por ver cosas nuevas, desperté a mis dos angelitos, desayunamos y nos fuimos directos a Carpentras.
Le village de Carpentras nos daba la bienvenida con un aire fuerte y frío. Aparcamos el coche en el centre ville y seguimos el rastro de los visitantes hasta llegar a la Plaza Central (donde se encuentra la Mairie de Carpentras). Me quedé un poco parada, porque me imaginaba un mercado enorme, lleno de puestecitos y con infinidad de productos elaborados con la fresa; pero solo rodeaban al ayuntamiento cuatro tenderetes con escasa variedad. Qué decepción! Desolada, Luis me cogió de la mano y nos sentó a Amélie y a mí ahí, donde el único rayo de sol alumbraba la plaza, con la poca esperanza que surgiera la magia y convirtiese al soso mercado en un espectáculo.
Ahora que el viento había calmado su ira y los rayitos de sol se acumulaban en la plaza, las cestitas repletas de rojas fresas empezaban a darle un toque de color alegre al ambiente. Cerca nuestro rondaba un señor apuesto, pero feo, rodeado de periodistas y gente llana. Nos preguntábamos quién sería. Parecía que la fiesta se iba animando.... La gente ya compraba sus primeras fresas pero yo aun no había elegido la que iba a ser mi cesta. Me asombra la delicadeza de los franceses: cada una de ellas parecía que llevaba el mismo número de fresas y que las habían colocado estratégicamente para que quedasen visualmente atractivas. Juzgad vosotros mismos....
Y por fin... nos decidimos a probar una fresa, la Fresa de Carpentras.
Mi primer bocado fue dulce, acuoso, tierno. Tan solo ese pequeño pedacito me aportó más de mil sensaciones. Así que con mis 5 sentidos a flor de fresa, nos fuimos a hacer una ruta más extensa por el pueblo. Ese día no estaba hecho para los amantes del salado porque los puestecitos y las pastelerías hacían del lugar un cuento de hadas repleto de dulzuras. Inspeccionamos varias pastelerías, pero la que más nos llamó la atención fue La Maison Jouvaud. No solo era una pastelería, era una tienda de aquellas antiguas, donde sabes que han pasado los años y... con los años han mantenido sus tradiciones. Donde el que te vende el producto sabe lo que te está vendiendo y lo hace orgulloso. Donde no solo impera la venta, si no las historias, los cotilleos y las memorias. Donde pasarías el rato y no dejarías de descubrir cosas. Donde te pierdes encantada...
En el establecimiento se entrelazaban dos partes: la del dulce y la de decoración. Me fui directa a la zona de decoración y es raro porque donde haya un dulce mis ojos no ven otra cosa. Pero me pareció todo tan mono, tanta originalidad, sencillez, gusto y tacto que me obnubilé con las cajitas, los adornos, los cojines y los blocs. Me lo hubiese llevado todo! Pasito a pasito seguí avanzando y descubriendo nuevos placeres. En un ladito, habían expuesto tartas de hojaldre alargadas, cubiertas de crema y con diferentes tipos de fruta a cuál más curiosa, más gustosa y más apetitosa. Se me antojaron dos pedacitos: uno de fresitas y otro de pera. Me comí las dos y me hubiese comido la tarta entera.
En el establecimiento se entrelazaban dos partes: la del dulce y la de decoración. Me fui directa a la zona de decoración y es raro porque donde haya un dulce mis ojos no ven otra cosa. Pero me pareció todo tan mono, tanta originalidad, sencillez, gusto y tacto que me obnubilé con las cajitas, los adornos, los cojines y los blocs. Me lo hubiese llevado todo! Pasito a pasito seguí avanzando y descubriendo nuevos placeres. En un ladito, habían expuesto tartas de hojaldre alargadas, cubiertas de crema y con diferentes tipos de fruta a cuál más curiosa, más gustosa y más apetitosa. Se me antojaron dos pedacitos: uno de fresitas y otro de pera. Me comí las dos y me hubiese comido la tarta entera.
La fiesta ya era una señora fiesta. Parecía que el rayito de sol nos había guardado el sitio, así que volvimos a sentarnos en aquel rinconcito donde la perspectiva nos permitía visualizar perfectamente el apogeo. El señor apuesto seguía hablando con los periodistas, mientras una banda vestida elegantemente con abrigos de cebra y gorros que nos transportaban al 1800 tocaba con un sentimiento extraordinario. Y de repente, salió de entre la multitud. El señor apuesto aplaudido por los espectadores subió al pódium y dijo unos palabras; entonces supimos que había sido el ganador del año pasado a la mejor fresa.
La fresa... cómo podía generar tanta pasión! Ya nos dijo Magali que los carpentreses adoran su fresa y que no hay fresa mejor que esa.
Al día siguiente, aprovechando que ya volvíamos a Barcelona, hicimos una parada en L’Isle-sur-la-Sorgue con el objetivo de ver el mercado de los domingos en el centro de la ville. Nos despedimos de Magalí y de su hija y dejamos atrás la pradera infinita, al caballo y a las gallinas, la calma y la serenidad, la hospitalidad y la generosidad y a los miles de recuerdos nos los llevamos con nosotros.
L’Isle-sur-la-Sorgue es precioso. Un rio de agua cristalina y un molino revestido de un musgo de verde intenso te da la bienvenida. La fina lluvia que nos despertó en Sarrians, no nos abandonó en ningún momento. El pueblecito estaba cubierto de espesas nubes blancas y de una ligera neblina que resaltaba los colores de las casas y embellecía aun más el entorno. Era encantador! Además, como si de la Edad Media se tratase, cientos de puestecitos de venta ambulante adornaban las callejuelas del barrio antiguo. En ese momento...¿quién se acordó de visitar la iglesia del pueblo o...algún museo? El rato que estuvimos allí, lo gastamos íntegramente en descubrir qué ofrecía cada uno de ellos.
Nuestra primera compra fue inevitable. El chico joven que atendía nos miraba expectante porque Luis y yo, asombrados, curioseábamos su producto. Y no era para menos. El chico había adornado su tenderete con botecitos repletos de crema de cacao y a cada uno le había añadido algún ingrediente extra. Amélie, ansiosa, ya quería abrir uno: “abe mamá, abe!”
No me pude resistir al caramel avec beurre salé; aunque cualquiera hubiera estado bien porque, ahora que lo he probado, tengo que decir que estaba realmente delicioso.
La fresa... cómo podía generar tanta pasión! Ya nos dijo Magali que los carpentreses adoran su fresa y que no hay fresa mejor que esa.
Al día siguiente, aprovechando que ya volvíamos a Barcelona, hicimos una parada en L’Isle-sur-la-Sorgue con el objetivo de ver el mercado de los domingos en el centro de la ville. Nos despedimos de Magalí y de su hija y dejamos atrás la pradera infinita, al caballo y a las gallinas, la calma y la serenidad, la hospitalidad y la generosidad y a los miles de recuerdos nos los llevamos con nosotros.
L’Isle-sur-la-Sorgue es precioso. Un rio de agua cristalina y un molino revestido de un musgo de verde intenso te da la bienvenida. La fina lluvia que nos despertó en Sarrians, no nos abandonó en ningún momento. El pueblecito estaba cubierto de espesas nubes blancas y de una ligera neblina que resaltaba los colores de las casas y embellecía aun más el entorno. Era encantador! Además, como si de la Edad Media se tratase, cientos de puestecitos de venta ambulante adornaban las callejuelas del barrio antiguo. En ese momento...¿quién se acordó de visitar la iglesia del pueblo o...algún museo? El rato que estuvimos allí, lo gastamos íntegramente en descubrir qué ofrecía cada uno de ellos.
Nuestra primera compra fue inevitable. El chico joven que atendía nos miraba expectante porque Luis y yo, asombrados, curioseábamos su producto. Y no era para menos. El chico había adornado su tenderete con botecitos repletos de crema de cacao y a cada uno le había añadido algún ingrediente extra. Amélie, ansiosa, ya quería abrir uno: “abe mamá, abe!”
No me pude resistir al caramel avec beurre salé; aunque cualquiera hubiera estado bien porque, ahora que lo he probado, tengo que decir que estaba realmente delicioso.
Siguiendo el caminito del mercado llegamos hasta una parada que tenía nombre propio: Los Quesos Franceses. De mil gustos y colores, como si de un mosaico se tratase, lucían expectantes a cualquiera que quisiera devorarles. Y nosotros no fuimos menos. Con un cachito de aquí, un trocito de allá...ya habíamos comido! Todos tenían ese sabor a leche suave aterciopelada que te deja con ganas de más. Así que como no quisimos quedarnos únicamente con esta degustación, Luis se recorrió el pueblecito para sacar dinero en un cajero (algunos puestos no aceptan tarjeta) y poder comprar aquellos que más nos habían gustado. Solo nos faltaba el vinito...
El mercado ya cerraba sus puertas pero me hubiese quedado ahí, viendo pasar el tiempo, encontrar un rinconcito para los tres y pasar el resto de mi vida en ese lugar. Quería seguir levantándome oliendo a provenza, saborear sus manjares en cada comida y observar a los comerciantes vender su más preciado producto con su encanto francés; quisiera ver lavanda desde mi casita color crema con porticones azulados y un riachuelo de agua cristalina; quisiera percibir la brisa marina de la costa azul y ver los atardeceres al final de una extensa pradera. Quisiera un mago para que me conceda todo esto...
Seguro que algún día vendrá.
El mercado ya cerraba sus puertas pero me hubiese quedado ahí, viendo pasar el tiempo, encontrar un rinconcito para los tres y pasar el resto de mi vida en ese lugar. Quería seguir levantándome oliendo a provenza, saborear sus manjares en cada comida y observar a los comerciantes vender su más preciado producto con su encanto francés; quisiera ver lavanda desde mi casita color crema con porticones azulados y un riachuelo de agua cristalina; quisiera percibir la brisa marina de la costa azul y ver los atardeceres al final de una extensa pradera. Quisiera un mago para que me conceda todo esto...
Seguro que algún día vendrá.