Entrábamos en la tienda de campaña cuando empezaba a oscurecer. La parcela de la casa de la montaña de mis padres era tan extensa que podíamos acampar alejándonos bastante de la casa y aún así nos sentíamos protegidos por la valla que la limitaba. Además, nuestro perro Dic era tan astuto que lo usábamos de guardaespaldas y nos protegía de noche y de día. Cuando la pandilla dormíamos en la tienda de campaña, él aguardaba sin quejarse... bueno, quizás sí, porque quería entrar y divertirse con nosotros, como si fuese uno más.
Cada uno tenía su saco de dormir individual pero a esas edades intentábamos acurrurarnos a aquél que nos hacía más tilín sin que nadie se diese cuenta. Yo tenía unos 10 añitos y empezaba a saber qué era aquello del amor. Pero era la pequeña de grupo, así que velaba por mi seguridad y dormía junta a aquella persona que en aquel momento sabía que me la iba a proporcionar.
En la tienda de campaña, cuando creíamos que nuestros padres ya se habían dormido, jugábamos al conejito de la suerte. Mi hermana se llevaba todos los besos y yo me preguntaba por qué jugaba yo a ese juego si parecía que no entraba en él.
Después de los años, se unieron al grupo dos chicos de mi edad. Uno de ellos era de Madrid y solo aparecía por ahí algunos días de verano. Recuerdo que era moreno con ojos verdes y aunque mi amor era silencioso, mis ojos no podían ocultarlo. Una tarde, mientras decidían a qué jugamos, me senté en los pies de un pino. Me quedé embobada pensando en mis cosas, como si mi mente se fuera a vivir a otra galaxia y cuando volví a la Tierra, los dos chicos se estaban peleando. Me dijeron que era por mí y me sentí mal. Era como si dos leones batallaran por una hembra, como si el ganador fuese a quedarse con ella, conmigo. La pelea quedó en nada y el amor, si iba a ser así, ya no me interesaba en absoluto. Decidí o no decidí, simplemente me dejé llevar por mi instinto, vivir yo misma, con mis cosas, mis aficiones, mis gustos... y me refugié en mí.
A partir de entonces, disfrutaba de lo que realmente me gustaba: la música, el baile y dormir. Mi madre me llamaba bella durmiente porque los fines de semana me despertaba a las 12 de la mañana con la adorable tez de una princesa. Adoraba acurrucarme entre sábanas y saber que al levantarme mi madre estaría ahí para preguntarme: Bella Durmiente, qué quieres para comer?
Eso sí que es amor del bueno.
Cada uno tenía su saco de dormir individual pero a esas edades intentábamos acurrurarnos a aquél que nos hacía más tilín sin que nadie se diese cuenta. Yo tenía unos 10 añitos y empezaba a saber qué era aquello del amor. Pero era la pequeña de grupo, así que velaba por mi seguridad y dormía junta a aquella persona que en aquel momento sabía que me la iba a proporcionar.
En la tienda de campaña, cuando creíamos que nuestros padres ya se habían dormido, jugábamos al conejito de la suerte. Mi hermana se llevaba todos los besos y yo me preguntaba por qué jugaba yo a ese juego si parecía que no entraba en él.
Después de los años, se unieron al grupo dos chicos de mi edad. Uno de ellos era de Madrid y solo aparecía por ahí algunos días de verano. Recuerdo que era moreno con ojos verdes y aunque mi amor era silencioso, mis ojos no podían ocultarlo. Una tarde, mientras decidían a qué jugamos, me senté en los pies de un pino. Me quedé embobada pensando en mis cosas, como si mi mente se fuera a vivir a otra galaxia y cuando volví a la Tierra, los dos chicos se estaban peleando. Me dijeron que era por mí y me sentí mal. Era como si dos leones batallaran por una hembra, como si el ganador fuese a quedarse con ella, conmigo. La pelea quedó en nada y el amor, si iba a ser así, ya no me interesaba en absoluto. Decidí o no decidí, simplemente me dejé llevar por mi instinto, vivir yo misma, con mis cosas, mis aficiones, mis gustos... y me refugié en mí.
A partir de entonces, disfrutaba de lo que realmente me gustaba: la música, el baile y dormir. Mi madre me llamaba bella durmiente porque los fines de semana me despertaba a las 12 de la mañana con la adorable tez de una princesa. Adoraba acurrucarme entre sábanas y saber que al levantarme mi madre estaría ahí para preguntarme: Bella Durmiente, qué quieres para comer?
Eso sí que es amor del bueno.
Hoy quiero que Amélie valore el amor de una mamá. Y cuando se despierta tarde con los mofletes sonrojados por haber dormido tanto como una princesa y oliendo a magdalena como si se hubiese estado horneando en la cama, no dudo en regalarle con uno de sus placeres. 😍
* Receta adaptada de buzzfeed